miércoles, 26 de octubre de 2022

 Lisboa en tres días o menos

16 de agosto de 2018 (2º viaje a Lisboa)


Llegamos al aeropuerto sobre las 10:15, pero como nuestro “anfitrión” (airbnb) no nos dejaba entrar antes de las 16:00, dejamos las maletas en la estación de Santa Apolonia (por 4€) y paseamos cerca del Panteón. Callejeando, por casualidad, nos encontramos con el Mercado do Ladre o Feira da Ladra, y justo pegado a él un lugar que se convertirá en uno de nuestros espacios favoritos de Lisboa: el Jardim Botto Machado.


Acalorados, entramos en el apartamento, que estaba ubicado al final de una cuesta, en el barrio de Graça. Vamos cargados con maletas y se nos hace más dura que una etapa de montaña del Tour de France. Sudados y bastante nerviosos –nos costó unos cuantos mensajes con el dueño, poder entrar en el apartamento- nos encontramos con un espacio minúsculo, con techos bajos, más pequeño que nuestra buhardilla de Jesús y María. El suelo del apartamento sucio o mal barrido y peor fregado, las toallas con olor a humedad y carente de utensilios básicos. Barato y bien situado, y también con unas buenas vistas, pero mal acondicionado.


A pesar de eso, nos parece bien y salimos a recorrer los barrios. Llegamos hasta Alfama y allí decidimos cenar en un restaurante típico amenizado por dos guitarristas y una cantante de fados. Aunque Mireille le presta más atención a su comida. Mientras yo he pedido un pulpo a la brasa, ella se deleita con una cazuela entera de arroz y mariscos de la que da buena cuenta y prácticamente se la termina (hablamos de un perol del que habrían comido tranquilamente como mínimo cuatro personas). Paseamos y tras la cuesta, nos desmayamos en el apartamento.





17 de agosto de 2018


Hace un día soleado, así que decidimos un plan de playa. Cogemos un tren hasta Cascais y desde allí un paseo. Desayunamos en el pueblo, y nos deleitamos con los mejores croissants de chocolate que hemos probado nunca (al menos yo).

Primero para conocer los alrededores de uno de los lugares privilegiados de ese pequeño pueblo de pescadores y las villas y residencias, que según cuentan pertenecen a la clase noble lisboeta. 

Decididos a encontrar un hueco de playa que nos motive para un buen baño, paseamos en dirección a Estoril, y allí nos quedamos en la playa de Tamariz (como el mago). Nos agenciamos unas tumbonas y una buena, y necesaria, sombra por 14€

Intentamos el baño y comprobamos que nuestra amiga Rose no mentía: el agua está helada, y eso que hace uno de los días más calurosos del mes de agosto. Mireille, que es capaz de bañarse en ríos helados lo nota igual que yo.

Es la hora de comer y preferimos hacerlo a unos metros de nuestra tumbona. Elegimos uno de los chiringuitos que parecen enfocados al turista español: casi todos ofrecen calamares a la romana, paella y jamón ibérico (a saber).


En medio de esa agua helada y el sol que escalda, arranco mi lectura de “Sostiene Pereira”, la novela con la que Tabucchi hizo público y notorio su amor por Portugal y concretamente por Lisboa. Era una fijación, leer esa novela del italiano, y en Lisboa. Y a medida que avanzan las páginas me pregunto por qué habré tardado tanto en acercarme a este genio.

Tomamos el tren de vuelta, tras un día genial de arroz, pescado, sol, baño, lectura y siesta en tumbona. Desde Estoril hasta Cais do Sodre (la estación de Lisboa de donde parten y arriban estos trenes) el viaje puede parecer pesado porque se trata de un tren que para en todas las estaciones, pero a la vez es ameno, ya que el recorrido ofrece una visión de la costa hasta Lisboa única.  

Ya en Lisboa, paseamos por las calles del barrio pijo y caro, Chiado, una especie de calle Serrano pero con más cuestas y precios algo más asequibles. Y atardece. Ese momento mágico que nadie debe perderse en una ciudad rodeada por pequeños montes mirando una parte al Tajo y otra al Atlántico.

Regresamos exhaustos al apartamento en autobús (carris), pero como no tenemos ganas de volver a subir esa empinada cuesta de Graça, compramos lechuga, cervezas y algo de fiambre para cenar en nuestro mini apartamento. Intentamos ver una peli, pero caemos, otra vez, desmayados.



18 de agosto de 2018


Amanece a las 6:30, es la hora en la que la luz comienza a molestar en la buhardilla de Graça. Y tras una ducha, vamos a conocer, por fin, la Feira do Ladro (de la que ya he puesto enlace). Según leemos,  aquí venían a vender los objetos robados los ladrones, de ahí su nombre. Desayunados en nuestro lugar favorito, en el Jardim Botto Machado, el Café Clara Clara, desde donde escribo estas líneas, rodeados de alemanes y franceses, unos más ruidosos que otros.

Visitamos el mercado y seguimos paseando por Alfama. Entramos en el barrio pijo, Rossio, y una vez allí de cabeza a la tienda Camper para descubrir que aquel modelo (Mil) que tanto busqué están aquí, y dos pares. Mireille me anima a comprarlos. Paseamos por Chiado, un barrio de tiendas, tipo Serrano, y de las pocas calles que en Lisboa no están empinadas.

Buscando un sitio para comer, encontramos Sol e Pesca, un bar peculiar especializado en sardinas, atún, y todo tipo de conservas delicatesen, especialidad muy de Lisboa. Seguro que hay sitios mejores, pero la terraza, la calle y las camareras, así como la tranquilidad de la calle hacen que te quede un recuerdo agradable. Es el lugar perfecto para un tentempié con un vino blanco o una cerveza artesana. Repetiremos.


Y de postre, GROM, la heladería que descubrimos en Siena. Especial atención al helado de straciattella y al de galletas (el de la foto es de Nannarella, otra heladería artesana y más tradicional que merece la pena, ya que no es una franquicia, y encima está justo en la Plaza de la Asamblea de la República, ). 


Recogemos el calzado en la tienda Camper y nos dirigimos al apartamento. En el camino descubrimos calles del barrio de Alfama que no habíamos tocado. Bares que están hasta altas horas, algunos con fado de fondo, con un sugerente (y excesivo) olor a sardina humeante, y con una singular propuesta: en sus paredeshan convertido en estrellas a las gentes del barrio, señoras sentadas en un banco, cantantes de ventana, y vecinos de los de toda la vida.

Tras una ducha en el apartamento, volvemos a buscar un lugar donde cenar, tal vez alguno donde sirvan las típicas sardinas asadas. Lo conseguimos, pero no tenemos demasiada suerte, ya que las que nos ofrecen son grandes, poco jugosas y llenas de espinas. Pero la aventura ha merecido la pena.